miércoles, 15 de enero de 2014

Dorada

Anoche, camino  a casa me encontré con la Dora.
Yo venía de un inocente paseo de día martes con la Fran. Habíamos estado en la inauguración del Nicolás Manning en Mil Metros Cuadrados y  después tomamos unas pilsen, contra mi voluntad, en el Rapa Nui. Ella nunca había ido así que accedí a ir, y para suerte nuestra, los parroquianos esa noche no eran artistas.
Después bajamos por Santa Isabel hasta Salvador y ahí entramos al Entrechoke, un sucucho más barato,  que tenía dos improvisados baños detrás de la barra. Ahí hablamos de la iglesia católica, de su primo cura y mi hermana monja. De nuestros ex y de lo desilusionados que estábamos del amor. De cuánto disfrutamos nuestra soltería y de cuánto (o cuán poco) añorábamos formar una familia que te resguardase después de una jornada laboral.
Dos pitcher, un plato de papas fritas, hartos cigarros. Caminamos al paradero, pasó su micro y me fuí caminando triunfante o melancólico, es igual. Doy la vuelta por Infante y a los dos metros, montada en su bicicleta, aparece Dora, entera vestida de negro. Shorts muy cortos y  muy ajustados, igual que su polera. Se saca el casco y agita su melena rubia dorada como en un comercial de lucky strike y me tira un Hola guapo. Nos cagamos de risa y me invita a tomar.
-Vamos al Entrechoke?. Puta, vengo de allá. Ya dale, vamos.
Entramos al local y aunque no andaba de cita con  ninguna de las dos, me siento un campeón por salir con una y a los cinco minutos entrar con otra.
-Me quiero cortar el pelo, me dice.
-Jamás, le digo yo, no en un afán de flirteo, o sea sí, un poco, tal vez. Es que el color de su pelo me atrae mucho. Me da curiosidad ese pantón de plateado, dorado y blanco. Ese amarillo y sus infinitas variaciones. La verdad que las rubias nunca han sido mi preferencia, pero la Dora es linda. Sonríe mucho. Lleva los labios pintados fucsia, tiene una paleta levemente más adelante que la otra (como Solvejg Beyer, como La Belén), los ojos celestes y  pecas. Me conversa como escondida  tras su pelo. Nuestras rodillas se tocan por debajo de la mesa intermitentemente. Le muestro mi tatuaje nuevo. A nadie le gustó, le digo, por que es como una talla aweoná. Pero igual yo lo encuentro la zorra, ella dice que le gusta, que le gustaría tatuarse la palabra Jamás. Enseña sus bíceps, tiene más que yo,  los palpo, tiene los brazos firmes largos, bronceados y  las axilas suaves. Unas peras de padre señor mío.
Quiero decirle algún cumplido, sobre todo por sus axilas perfectas. Me siento extrañamente excitado, lo siento en mi garganta. Nunca he sabido cómo describir esa sensación, ni por qué la siento en esa región, pero me pasa cuando el deseo me toma por asalto, con una foto media erótica en alguna revista.O cuando en la micro aparece un vestidito o unos shorts. Es raro, creo nunca me había pasado sentado conversando con una mujer, siempre había sido desde lejos.
Su colorido esta noche, su risa fácil me hacen tirar por la borda todo mi discurso acerca de la soltería. Quiero puro casármela, comérmela y hacerle una chorro de hijos.

Pedimos en la barra que pusieran Get Lucky de nuevo y bailamos. El chascón de la mesa del lado bailaba bien. Me decía, mira con una mano el bolsillo, así, baila con una mano en el bolsillo. Nos sentamos de nuevo y  hablamos de la Renata Ruiz, de Metallica, de Nueva York, de las enfermedades venereas, de la palabra dignidad, tomamos un melón con vino,  después un pitcher, yo probé ponerle pilsen al melón a ver qué tal. No creo que lo haga de nuevo. Al menos no en una cita.

Camino de regreso se desvió de su camino porque insistí que me acompañara un par de cuadras. Cuando hubo que despedirse le dije  con mi tono superhéroe-poeta-comunista que estaba súper rica, que no se cortara el pelo, o que sí, como quisiera. Ella sonreía, como lo había hecho toda la noche. Montó su bici, y desapareció rápido pero en mi mente nos quedamos en esa esquina de Santa Isabel un rato, lamiéndonos la boca, metiéndonos mano de lo lindo, agitando nuestros corazones, y en mi casa o la suya, follando mucho.

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