lunes, 31 de mayo de 2010

EL SECRETO

Para Javier, mi buen amigo
Juan Carlos Gómez

Todas las noches, cuando cree que ya duermo, sin saber que ya ni duermo, incluso porque solo para él es tarde, recorre la escalera y se sienta frente a la ventana, su cara pequeñita se apoya en los cristales y es apenas un bultito, silencioso y ausente, detrás de la cortina. El tiempo se detiene en ese instante y se queda calladito hasta dormirse, lo sé porque sus piernas blancas le sobran del pijama, se asoman entre los pesados pliegues, como si solo hubiera piernas y el resto de su cuerpo se volara, lo tomo entre mis brazos lentamente, su peso blando, tibio y leve me hace tanto bien, lo llevo hasta su cama, lo dejo suavemente, no quiero despertarlo, no sé si enfrentaría sus lindos ojos pardos, que no querrán saber que soy yo a quien espera. No puedo hablar con él, no sé qué le diría, no sé si se destruyen los fantasmas que se esperan, no sé si es necesario, no sé si se le llenan sus silencios con palabras mías, no sé si no es el tiempo todavía, tampoco estoy seguro de ser yo el que deba y no sé si quiero hacerlo y si me pongo en su lugar, no sé si yo querría que alguien me dijera.

De día es pequeñito, inalcanzable, deambula por la casa, busca. Sus ojos no atraviesan el aire, se quedan atrapados en una sombra que llama, se esconde tras las puertas, adentro de los muebles, debajo de las camas y allí habla, lo escucho que pregunta, que espera una respuesta por un tiempo insoportable y que después se cambia, se busca otro recodo, debajo de la mesa, adentro de algún clóset, al fondo del pasillo. No quiero que me vea, no quiero que sea yo el que invada su secreto y no sé lo que yo haría si él me sorprendiera.

Martín ya apenas habla, su voz se va quedando en el secreto de su charla insatisfecha, Martín ya no me habla, a veces en la mesa me encuentro con sus ojos que en mí no se detienen, parece que Martín ya no es más mío, lo siento que se esfuma, que me pierdo su risa, que sus manos se me escapan, que mi beso en su mejilla se resbala inevitable, que sus piececitos intactos ya no reirían si muerdo sus deditos como antes lo hacía, Martín, mi principito, se va desvaneciendo y yo lo veo con mis ojos cerrados.

Después, desde el colegio, hizo señales de humo, las álgidas llamadas por teléfono, citaciones que enumeraban signos, no atiende, se pelea, responde con rabietas inusitadas, el llanto fácil; su niño no hace caso, su niño no trabaja, se esconde, se sumerge en el silencio y no entiende. Yo respondo, yo respondí siempre, yo me hago cargo, siempre me hice cargo, pido tiempo, es un momento difícil, es un niño, es mi niño, paciencia; hice promesas, le hablaré, lo dejaré en casa un par de días, no habrá salida esta semana, sacaré el televisor de su pieza, lo invitaré a dar un paseo largo con migo y hablaremos, veré lo que pasa, lo llevaré a un psicólogo, yo también iré con él, o solo, bueno; le buscaré un colegio, un colegio más pequeño que lo pueda atender mejor, mierda. Martín es una sombra que se desliza de mi mano por una calle inquieta y me atormenta, lo remezco de los hombros para que por fin salga, intento verlo para adentro por sus ojos, pretendo entrar a gritos en su silencio oculto, pretendo que regrese apretándolo en mi pecho, sus brazos no se mueven, cuelgan, sus ojos ven la calle, las hojas de los grandes árboles, traspasan las murallas, las ventanas, las distancias y no se detuvieron nunca.

Ocultos en su cuarto, Eliana se repliega en un dolor que aprieta, me mira desde el fondo de su ausencia atormentada sin decir una palabra, en un silencio que acordamos para siempre, aunque llegue a ser un secreto que no pueda caber adentro mío. Su frente es una grieta entumecida, sus manos son dos manchas que se aplastan en las sábanas, son las mismas manos suyas que hacían que nacieran días para Martín y para mí, todos los días, que se anclaban en la nada y que hacían que brotaran mil ventanas abiertas. Su pecho delicado, apenas sí refleja que allí anda todavía haciendo trucos y piruetas, que a Martín encantan, haciéndole brotar cascadas y cristalerías de risas. Presiento su mirada en el centro de mi alma y acaricio con mis yemas su rostro que se marcha inevitable, su boca es una mueca que me duele y que me anuda en el recuerdo de su descenso, Eliana se hace una arco y se desploma, en una exhalación definitiva, reposa con un peso que no había conocido entre mi abrazo y se calma, descansa, descansa de una vez por todas de los golpes y los golpes que guardo serena, que guardamos y que escogió sin treguas, para no desfigurar el tiempo. Su rostro vuelve a ser el que volaba por la casa, su indebido pesar por fin se acaba, la lluvia que me inunda la mirada, la borra y me sumerge a mí, en mi propio fin, es mi propia pérdida, es sólo mía, Eliana ya no sufre, sólo yo la pierdo, sólo yo me quedo solo.

Martín está en su cuarto, descorre la cortina y ve zarpar un barco, Eliana en la cubierta no lo mira, Martín alza su mano y Eliana se oscurece sin respuesta. Escucho los sollozos de los otros, pero de Martín, nada, el sólo se acerca a la ventana y apoya su cara pequeñita en los cristales, mañana le hablaré, mañana. Ahora yo no puedo, este hoy es sólo mío, Eliana no lo hubiera querido, Martín es tan pequeño, él aún no entiende nada, mañana le hablaré, mañana. No sé qué le diré, se dicen tantas cosas, todos me las dicen a mí, frases inservibles, excusas, consuelos repetidos, razones, pedazos de una idea revueltos con temores, con promesas, con rezongos, con resignaciones y llantos, sobre todo llantos. Con Martín hablaré mañana, nosé qué le diré, el cielo, el dios, esa otra vida, su futuro, lo que la mamá habría querido si estuviera, ella está bien y desde allá lo cuidará siempre, no sé, supongo que eso, qué otra cosa le diría, es un niño, él no entiende, hasta mejor es que no sepa, hasta mejor es que no entre, mejor que no me vea cómo a mí me duele, mañana le hablaré, cuando todo se me pase, cuando yo me encuentre bien, a él no le importará esperarme. Sus piernecitas blancas se asoman de los pliegues de la cortina pesada, lo aferro entre mis brazos y lo alejo del dolor que sólo a mí me atrapa, lo llevo hasta su cuarto y me recuesto a su lado, acaricio suavemente su cabello por una largo rato, me levanto cauteloso, no quiero despertarlo, dejo un beso en su frente y atajo con mi mano urgente, una lágrima mía antes de que caiga y me descubra. Duerme niño mío, duerme, hay dolores que te matan y dolores con que vives para siempre.

El Ingenio, febrero de 2002

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