Antes de irse a trabajar, todas las mañanas se despedían de
un beso en la mejilla en el comedor mientras él estaba recién empezando su
desayuno. Odiaba ese beso porque ese beso venía siempre cargado de perfume fresco y el olor se le quedaba pegado
en la cara, se le confundía con el sabor del café con leche, del pan tostado y lo acompañaba en su cara por un rato no tan
corto después de desayunar.
Igual nunca le negó el beso. Tampoco le dijo que su perfume
recién aplicado inundaba el comedor completo y que le embarraba todo el sabor
de sus desayunos. Hubiera sido sencillo decirle, tal vez se ponía el perfume
después de despedirse. Hubieran llegado a algún acuerdo. Era diferente sentir
el perfume en la pieza después que él se había ido. Prefería la estela que quedaba. O la mezcla
con el cenicero dentro del auto. Olor a señor.
Sabía perfectamente cómo es que se ponía ese perfume. En vez
de aplicárselo directamente en el cuello, primero a un lado, luego al otro,
tomaba la botellita, apretaba el aspersor unas cinco veces sobre su mano y se
daba fuertes cachetadas en la cara para esparcírselo. Recordaba su cara recién
afeitada y esa piel media verdosa tornarse toda roja a causa de ese ritual
cosmético.
La cabeza de su padre. Tal vez no siempre fue así de grande.
Seguramente en alguna época la cabeza de su padre tuvo el tamaño normal.
Standard. Además nunca fue calificado de cabezón. Pero la cabeza con los años
tiende a crecer, a acumular vida.
Era difícil imaginar esa cabeza roja, llena de pelos en cada
rincón, de unos diez o doce kilos aproximadamente, como la cabeza de un
adolescente o de un parvulario o de un bebé. Las fotos que habían en los
álbumes familiares de su infancia o de su primera comunión, en blanco y negro,
todas deslavadas, mostraban a un niño. Otro niño. Le era imposible identificar
la cara de su padre en la cara del niño de las fotos. Por eso le gustaba pensar
que quién aparecía en esas fotos, en verdad no era su padre, sino un impostor y
que en cambio, su padre nunca había sido niño. Había nacido adulto. O adulto mayor.
Con las cejas todas frondosas y largas. Con barba. Afeitado pero con barba. Con
pelo, con dientes y con esas grandes
orejas. Veía esa cabeza saliendo del vientre de su abuela. Quien seguramente
siempre fue adulta también, y siempre fue obesa. Bastante obesa. Y también
siempre tuvo barba. Veía ese cuerpo gelatinoso, retorciéndose de dolor,
expulsando esta gran cabeza y de pronto esta madre que está dando a luz su niño
se transforma en un cuadrúpedo de dos cabezas.
Así este niño, recién nacido, con cabeza de adulto, comienza
a hacerse la vida en un pueblo perdido donde nieva nueve meses al año y donde todos los
otros habitantes son también adultos. O niños con cabezas de adulto, y hacen
cosas de adultos, y juegan juegos de adultos con naipe español. Y comen comida de adultos, cazuela de choritos ahumados, carne de cordero cuando se puede, mate y pan.
El resto del cuerpo en cambio sí habría sufrido todas las
mutaciones desde un cuerpo de bebé a un cuerpo de adulto, hasta eventualmente
quedar equiparados, digamos que a la
edad de cincuenta y dos años, que es la
edad en que se suceden estas despedidas perfumadas a la hora del desayuno, y en
adelante cabeza y cuerpo continuaron envejecieron juntos.