miércoles, 21 de octubre de 2020

La cabeza de mi padre

 

Como una escultura de Ron Mueck

Descansando en una plácida siesta

Cejas, nariz, boca, ronquidos.

La cabeza de mi padre

un busto recostado

un meteorito depositado

lunes, 20 de julio de 2020

Verla a ella vivir era recordar que la otra había muerto Mientras más vivía una más muerta estaba la otra Llegará el día en que ambas estén muertas y sus cuerpos enterrados cruzarán la tierra
y se reunirán madre e hija un solo humus un sólo saco de abono

martes, 28 de abril de 2020

Febrero 2020. Buzios, Brasil.

Agradezco la invención de la guitarra
y del aceite de oliva
también del aceite de maravilla
bueno, todo tipo de aceites.

Agradezco na humanidade
o invencao da escritura
todo el resto es banalidade.

martes, 7 de abril de 2020


Antes de irse a trabajar, todas las mañanas se despedían de un beso en la mejilla en el comedor mientras él estaba recién empezando su desayuno. Odiaba ese beso porque ese beso venía siempre cargado de  perfume fresco y el olor se le quedaba pegado en la cara, se le confundía con el sabor del café con leche, del pan tostado  y lo acompañaba en su cara por un rato no tan corto después de desayunar.
Igual nunca le negó el beso. Tampoco le dijo que su perfume recién aplicado inundaba el comedor completo y que le embarraba todo el sabor de sus desayunos. Hubiera sido sencillo decirle, tal vez se ponía el perfume después de despedirse. Hubieran llegado a algún acuerdo. Era diferente sentir el perfume en la pieza después que él se había ido.  Prefería la estela que quedaba. O la mezcla con el cenicero dentro del auto. Olor a señor.
Sabía perfectamente cómo es que se ponía ese perfume. En vez de aplicárselo directamente en el cuello, primero a un lado, luego al otro, tomaba la botellita, apretaba el aspersor unas cinco veces sobre su mano y se daba fuertes cachetadas en la cara para esparcírselo. Recordaba su cara recién afeitada y esa piel media verdosa tornarse toda roja a causa de ese ritual cosmético.
La cabeza de su padre. Tal vez no siempre fue así de grande. Seguramente en alguna época la cabeza de su padre tuvo el tamaño normal. Standard. Además nunca fue calificado de cabezón. Pero la cabeza con los años tiende a crecer, a acumular vida.
Era difícil imaginar esa cabeza roja, llena de pelos en cada rincón, de unos diez o doce kilos aproximadamente, como la cabeza de un adolescente o de un parvulario o de un bebé. Las fotos que habían en los álbumes familiares de su infancia o de su primera comunión, en blanco y negro, todas deslavadas, mostraban a un niño. Otro niño. Le era imposible identificar la cara de su padre en la cara del niño de las fotos. Por eso le gustaba pensar que quién aparecía en esas fotos, en verdad no era su padre, sino un impostor y que en cambio, su padre nunca había sido niño. Había nacido adulto. O adulto mayor. Con las cejas todas frondosas y largas. Con barba. Afeitado pero con barba. Con pelo, con dientes y con esas  grandes orejas. Veía esa cabeza saliendo del vientre de su abuela. Quien seguramente siempre fue adulta también, y siempre fue obesa. Bastante obesa. Y también siempre tuvo barba. Veía ese cuerpo gelatinoso, retorciéndose de dolor, expulsando esta gran cabeza y de pronto esta madre que está dando a luz su niño se transforma en un cuadrúpedo de dos cabezas.
Así este niño, recién nacido, con cabeza de adulto, comienza a hacerse la vida en un pueblo perdido  donde nieva nueve meses al año y donde todos los otros habitantes son también adultos. O niños con cabezas de adulto, y hacen cosas de adultos, y juegan juegos de adultos con naipe español. Y comen comida de adultos, cazuela de choritos ahumados, carne de cordero cuando se puede, mate y pan.
El resto del cuerpo en cambio sí habría sufrido todas las mutaciones desde un cuerpo de bebé a un cuerpo de adulto, hasta eventualmente quedar equiparados, digamos  que a la edad de  cincuenta y dos años, que es la edad en que se suceden estas despedidas perfumadas a la hora del desayuno, y en adelante cabeza y cuerpo continuaron envejecieron juntos.