Era día martes en el desierto. El aire estaba limpio y a esa hora de la mañana el calor ya era punzante,
como siempre. Los rayos del sol sobre su nuca, rebotando en la tierra del suelo
y chocando contra sus ojos eran tan filudos como las rocas del paisaje. Era
martes, Les lo sabía, pero al inmenso plano de polvo y rocas le era indiferente
y no cambiaría jamás su comportamiento según qué día o mes del año fuese, salvo
contadas ocasiones en las que llovía y
que Les aprovechaba para juntar agua. La línea
de horizonte infinita, inmóvil y
lejana era el límite del hábitat de Les, que no recordaba cómo había llegado
ahí, pero sabía que ese era su nombre porque el overol que vestía tenía bordado con hilo, a la altura del corazón,
las letras L-E-S.
Al amanecer salía de
su refugio de madera y techo de lata. Caminaba
kilómetros hasta los rieles del tren que dividían al desierto en dos. Se
sentaba en medio de las líneas de fierro
caliente a esperar que algún ruido le avisara de la proximidad de un
tren. Cada tanto acercaba su oreja al riel para verificar, con cuidado de no
quemarse. Miraba al horizonte. Imaginaba al tren acercándose. Intentaba obviar
los efectos ópticos que distorsionaban su visión y estar atento pero pronto empezaba
a divagar. Proyectaba las líneas del tren hacia el cielo, dibujando una equis gigante.
Concentrándose en cada porción triangular que se formaba, separando y clasificándolas. Cruzaba el cielo con las líneas de fierro sobre su cabeza y las
hacía erguirse en el suelo como pilares de una mega estructura. Replicaba en el cielo su propia imagen
invertida. Lograba desdoblarse y sentir
la fuerza de gravedad en su cuerpo suspendido entre los rieles y verse allá abajo como un diminuto punto
negro en esa inmensa extensión de tierra amarilla. Sentía el pulso de su sangre
en la cabeza, y cómo esta se movía al son de cada latido por más que intentara mantenerla quieta. Lo mismo su
cuello, su tórax y sus piernas. La cadencia de pulso fue bajando hasta que Les
entró en un profundo sueño sin prestar atención a las piedras que quedaron bajo
su espalda y su cabeza.
Soñó con el mar.
Despertó con un hilo de saliva colgando de su boca. Hubiera
querido dormir más. Se levantó. Caminó por lo rieles en dirección contraria. En
su camino iba reconociendo las marcas que había dejado en otras ocasiones. Piedras amontonadas, su nombre escrito con
pequeños surcos, excrementos secos y
desteñidos por el sol. Cada día caminaba un poco más por la línea férrea
conquistando nuevos tramos. Cuando pasaba largo rato sin encontrar alguna seña
hacía un alto y buscaba algo con qué dejar una marca. Generalmente eran
montones verticales de rocas y una flecha dibujada en el suelo indicando la
dirección de su refugio.
Un viernes, camino a
la línea férrea, encontró un zapato de seguridad. Al principio creyó que era
una roca al estar cubierto de polvo, pero cuando lo sacudió y descubrió lo que
era, lo soltó y miró hacia atrás buscando algún testigo. Lo recogió y regresó a
su cubil y lo puso en la repisa junto a
los otros objetos de procedencia humana.
A los pocos días, en esa misma zona, encontró el esqueleto
de un cuadrúpedo. No pudo distinguir qué animal era, porque el cráneo estaba
aplastado, pero debía ser un perro o un zorro, quizá una llama joven . Al
intentar levantarlo los huesos se desprendieron y sonaron tímidamente al caer
al suelo. Decidió mover su refugio a esa zona
donde cada día encontraba más rastros humanos.
Un aullido lo despertó en medio de la noche. En su nueva
locación, situada estratégicamente, Les podía divisar la línea del tren, desde
donde provenían los agudos y cada vez más sostenidos gritos. Se asomó, pero no distinguía
nada en medio de la noche. Sintió un llamado de auxilio. Se apresuró a salir
sorteando los obstáculos del suelo a oscuras. Se detuvo al oír que el timbre de
los gritos se tornaba más grave y rasposo. Siguió, caminando con miedo. Los
gritos no cesaron. Veía los rieles del
tren pero no veía movimiento alguno. Reconoció en los gritos el llanto de un recién
nacido. Cuando llegó a los rieles, encontró dentro de una caja de zapatos un
bebé vistiendo una polera XL. Miró en todas direcciones, no encontró a
nadie. Lo tomó en brazos. Tomó de la caja un chupete. Se lo puso en la boca
y de a poco dejó de llorar. Regresó a su
cubil. Se puso al niño en el pecho y
durmieron ambos hasta el día siguiente.
Soñó que el tren lo llevaba de regreso a casa. Con el
follaje de los árboles, zarzamoras y plantaciones al costado del camino.
A la luz del día, en el lugar de los hechos, pudo reconocer
la huella de un automóvil que se perdía en la dirección en donde se pone el sol.
"De allá vienen" Decidió ir a devolver a la guagua. Se lo
agradecerían y tal vez lo premiarían permitiéndole instalarse a vivir con
ellos.
Regresó a su refugio, tomó al recién nacido, un poco de agua
para el camino y partió. Había caminado en esa dirección, pero esa zona era
demasiado extensa y eran muy pocas las cosas que encontraba en esa dirección.
Además era muy lejos de la línea del tren, y no quería estar lejos para cuando
el tren apareciera. Caminó con el niño en brazos. Le daba de beber con un trapo
mojado que le ponía en la boca y le refrescaba la frente. El niño durmiendo,
apenas reaccionaba. Se hizo de noche, descansó detrás de una roca. Hacía mucho
frío, decidió seguir caminando para entrar en calor. De apoco fue amaneciendo.
En el suelo comenzó a encontrar más huellas de autos, más zapatos de
seguridad, más huesos de animales. Soltó un pequeño grito al
toparse de imprevisto con el cadáver de
un perro, hinchado y tieso, con el
hocico abierto enseñando sus colmillos y con la lengua y los ojos tapados de gusanos y
moscas. Siguió caminando, el terreno había dejado de ser plano y comenzaba una
pendiente. Al frente, lejos vio el poblado. Las casas eran idénticas a su
refugio: Techos de lata con paredes de madera. Una al lado de la otra. Alcanzaba
a oír movimiento de autos y radios encendidas y voces de niños. Entre Les y el
poblado había una honda quebrada que era usada de vertedero. Rumas de
neumáticos, botellas, chatarra de autos y escombros. Perros y gaviotas
husmeando en las bolsas plásticas. Conchas de molusco, cáscaras de plátano,
colillas de cigarro, latas, ropa y ratones. Todo húmedo por el rocío de la
mañana y soltando un vapor provocado por los primeros rayos de sol.
Les dudó de entregar
al niño ahí. Bordeó el vertedero para
acercarse más y de pronto se vio en medio de una jauría de perros que empezaron
a gruñirle y ladrarle. Uno mordió su
pantorrilla izquierda. Les se echó a correr vertedero abajo, cada pisada se le hundía en aquel pantano de bolsas de basura
negra, tenía que pisar lo que pareciera
más sólido, logro dar trancos cada vez
más largos y apresurados, apenas posaba la punta de sus pies para
rebotar hacia el siguiente paso, arrancaba,
casi planeaba sobre el basural cuando un
fierro se atascó en su overol rajándole una pierna, botándolo al suelo y
haciéndolo rodar quebrada abajo y dejarlo de cabeza, torcido e incrustado sobre
un montón de cajones fruteros.
Quedó inconsciente.
Soñó que levitaba sobre el desierto. Que se alzaba hacia el
cielo y veía todas las marcas que había dejado en la línea del tren. Vio cómo
cada una de estas se unía por una delgada línea -la huella de sus pasos- al lugar
donde estaba su refugio originalmente. Vio el entramado de todos sus recorridos
por el desierto. Vio la distancia entre
la línea del tren y el vertedero. Quiso alejarse más y encontrar otro poblado o
la estación de tren más cercana. Hizo un esfuerzo por estirarse con su espalda
y sintió el dolor en su cuerpo. Se despertó. Abrió los ojos, se recompuso y se
puso de pie. Salió a penas del vertedero. Tenía un tajo abierto en su pierna derecha. Buscó al niño en el
lugar que recordaba haberlo perdido, no estaba por ningún lado. La jauría
tampoco.
Les abandonó su cubil. De ahí rescató sólo el contenedor
para el agua. Camina todos los días por la línea del tren con el sol que sale a
su izquierda y se pone por su derecha. Cuando se hace de noche se refugia tras
una roca o hace un desnivel en el suelo donde duerme en posición fetal. De día
camina y de noche sus huellas las borra el viento.